viernes, mayo 01, 2009

Pajarera

En el edificio de mi psiquitatra, vive mucha gente. Mucha. Es como una pajarera.


A veces, creo que esa torre es un hospital disfrazado. Tal vez, incluso, una institución mental. Lo que la gente suele llamar manicomio.


Todas las semanas, voy a contrastar mi estado a su consultorio, y el uso del ascensor resulta obligatorio por dos razones:


La primera es mi estado físico, que resulta compatible con el mental y, por lo tanto, no puedo aventurarme a subir media docena de pisos si quiero conservar algo de aire como para poder dirigirle la palabra -cuestión, por cierto, imprescindible para demostrarle cuán alejado me encuentro de la locura.


La otra, soy muy impuntual, y la demora de la escalera sólo empeoraría las cosas.


Así puestas las cosas, suelo viajar en el elevador con un variado elenco de vecinos e, incluso, supongo, pacientes de mi doctor.


Un par de consultas atrás -que es un modo, también, de medir el tiempo-, se me apareció, con francas intenciones de viajar conmigo en el mencionado transporte, un señor mayor que, ineluctablemente, se sostenía con la ayuda de un par de bastones.


Creo que adivinó mi destino cuando presioné el botón y comenzó a hablarme.


-Llegar a viejo sí que es un problema -espetó con una suerte de sonrisa en los labios.


-Supongo -contesté, tratándo de no parecer descortés mientras intentaba ordenar mis angustias para poder exponerlas en lo finito del encuentro que me esperaba al abrir la puerta.


-Es difícil -continuó-; vos no sabés.


Seguía sonriéndo, como ajeno a su propio discurso, hasta que el ascensor se detuvo un par de pisos antes de mi destino.


Lo ayudé a abrir la puerta y, al salir, avanzando trabajosamente, se volteó y me volvió a sonreír.


-Este… -dijo mirándo hacia abajo, hacia su entrepierna-. Este está de huelga. Hace dos años se rebeló y nunca más.


Pensé, en ese momento, en que, a lo mejor, como si se tratara de un relato de O´Henry, el abuelito había conseguido alguna deseosa amante, y su pene había muerto antes que el resto de él.


Me miró cómo si fuera a largar una carcajada, pero sólo sonrió una vez mas y cerró la puerta.


Cuando llegué al consultorio, no pude hacer otra cosa que hablar del pobre hombre que necesitaba dos bastones y que estaba a punto de olvidar qué cosa era una erección.


Ese tipo que, a pesar de eso, se reía más que yo.


Por un momento, me pregunté a quién debía de pagarle la consulta.

2 comments:

MaxD dijo...

Los ascensores me dan un poco de miedo, sobre todo esos que se cierran todo. Por media docena de pisos lo soporto.

Hay que reconocer que el veterano también se psicoanalizó, tenía la necesidad de contarle a alguien sus angustias y por el botón que presionaste aseguró que ibas a comprenderlo.

De todos modos, más allá de lo doloroso de la vejez (o de tomar conciencia que todo empieza a terminarse, eso debe ser lo más terrible), la ventaja del tipo es que tenía absolutamente claro cuál era su pesar. Yo muchas veces no tengo ni idea de qué me duele y por qué.

Tessa García dijo...

Es cierto lo que dice Max, a veces uno ni siquiera sabe por qué se siente como el culo.

Las mujeres tenemos la ventaja de que podemos atribuír el malestar a algún desarreglo hormonal, y eso es muy cómodo!